
Los samaritanos, aunque comparten el Pentateuco con los judíos, tienen una visión propia sobre el Mesías. Su figura mesiánica es el Taheb, un término que significa «el Restaurador» o «Aquel que trae la restauración» (Deuteronomio 18:18). Este Taheb es visto como un profeta semejante a Moisés, destinado a guiar al pueblo de Dios de regreso a la verdadera adoración y cumplir con las promesas de los antiguos patriarcas. Sin embargo, a diferencia de la figura judía del Mesías, el Taheb no es un guerrero ni un líder político. Su misión es estrictamente espiritual, centrada en traer pureza religiosa y restaurar la relación entre Dios y su pueblo, enfocándose en el monte Gerizim, el lugar sagrado para los samaritanos.
La enemistad entre judíos y samaritanos tiene raíces profundas que se remontan a la división del reino de Israel después de la muerte del rey Salomón (1 Reyes 12). Las diez tribus del norte establecieron su capital en Samaria, mientras que las dos tribus del sur formaron el reino de Judá con su capital en Jerusalén. Cuando los asirios conquistaron Samaria en el año 722 a.C., muchas de las costumbres samaritanas comenzaron a incluir influencias extranjeras debido a la mezcla de pueblos, lo cual llevó a los judíos a ver a los samaritanos como impuros y «mezclados» (2 Reyes 17:24-41). Esta división fue aún más marcada por la disputa sobre el lugar verdadero de adoración: para los judíos era el templo de Jerusalén, mientras que los samaritanos construyeron su propio templo en el monte Gerizim, lo que intensificó la separación entre ambos pueblos (Deuteronomio 12:5-6).
En el Evangelio de Juan, Jesús protagoniza un encuentro significativo con una mujer samaritana en el pozo de Jacob, ubicado en Samaria (Juan 4:4-26). Este episodio desafía las normas de su tiempo, ya que los judíos evitaban trato alguno con los samaritanos, y los hombres rara vez hablaban con mujeres en público. Jesús, sin embargo, le pide agua y le habla sobre un «agua viva» que puede saciar la sed espiritual para siempre (Juan 4:10). Al revelarle su conocimiento sobre su vida personal y decirle que él es el Mesías (Juan 4:25-26), la mujer samaritana, sorprendida e impactada, corre a anunciar la llegada de Jesús a su pueblo, convirtiéndose en una mensajera que desafía siglos de enemistad entre judíos y samaritanos. Esta historia resalta la aceptación y reconciliación que Jesús ofrece, y muestra que la salvación es para todos, más allá de barreras culturales y religiosas.
Sorprendentemente, los samaritanos aún existen hoy. Aunque su comunidad es pequeña, de solo unas centenas de personas, viven principalmente cerca del monte Gerizim, en la ciudad de Nablus (Cisjordania) y en Holón (Israel). Estos samaritanos modernos siguen practicando su antigua fe, observan el Pentateuco como su única Escritura sagrada y celebran las fiestas religiosas establecidas en la Torá. Así, los samaritanos han preservado una identidad que ha perdurado por más de dos mil años, manteniéndose fieles a sus tradiciones ancestrales y continuando la historia de su comunidad en el mundo actual.