El relato bíblico del pecado original en el Jardín del Edén ha sido objeto de innumerables interpretaciones y discusiones a lo largo de la historia. La imagen de Eva comiendo una manzana se ha convertido en una de las representaciones más icónicas del cristianismo, un símbolo del primer pecado humano y la caída de la humanidad. Sin embargo, sorprendentemente, la Biblia no especifica que el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal fuera una manzana. Entonces, ¿de dónde proviene esta conexión? La respuesta a esta pregunta se encuentra en una combinación de factores lingüísticos, culturales y artísticos que surgieron con el tiempo, particularmente a partir de la traducción de la Biblia al latín por San Jerónimo.
En el relato original del libro de Génesis (Génesis 2-3), el texto hebreo se refiere simplemente al «fruto del árbol», sin identificar el tipo de fruta. Dios prohíbe a Adán y Eva comer de ese fruto, pero la tentación del árbol, impulsada por la serpiente, lleva a Eva a comerlo, y luego a compartirlo con Adán. El texto no ofrece detalles específicos sobre la naturaleza del fruto, dejando ese aspecto abierto a la interpretación. Durante siglos, los estudiosos y los lectores de la Biblia imaginaron el fruto prohibido de diversas maneras, pero la identificación de este como una manzana no aparece en las fuentes más tempranas.
La conexión directa entre la manzana y el pecado original se consolidó con la llegada de la Vulgata, la traducción de la Biblia al latín realizada por San Jerónimo en el siglo IV. La Vulgata se convertiría en la versión más influyente de la Biblia en la Iglesia occidental durante la Edad Media y más allá. Aquí es donde entra en juego un curioso detalle lingüístico: en latín, la palabra «malum» tiene un doble significado. Por un lado, «malum» puede significar «mal» en el sentido moral, como algo maligno o perjudicial. Por otro lado, también puede significar «manzana», en su acepción de fruto. Esta ambigüedad lingüística pudo haber fomentado la asociación entre el mal (el pecado original) y la manzana como el fruto prohibido.
Sin embargo, es importante señalar que la idea de la manzana no era universalmente aceptada ni en la teología ni en la exégesis bíblica temprana. De hecho, en otras tradiciones, como la judía, el fruto prohibido fue interpretado de maneras muy diferentes. Algunos comentaristas rabínicos, por ejemplo, sugirieron que el fruto podría haber sido un higo, basándose en que Adán y Eva cubrieron su desnudez con hojas de higuera después de comer el fruto. Otros han sugerido que pudo haber sido una uva, un granado o incluso una citrón (etrog), una fruta cítrica usada en los rituales de la fiesta judía de Sucot.
A pesar de esta variedad de interpretaciones, fue en Europa, durante la Edad Media, donde la manzana ganó protagonismo como el fruto del pecado original, en gran parte debido a la Vulgata y al simbolismo artístico y literario que surgió en esa época. Las representaciones artísticas de la escena del Jardín del Edén comenzaron a mostrar a Eva mordiendo una manzana, una fruta que, además de ser fácilmente reconocible, tenía un simbolismo profundo en la cultura europea. Las manzanas, por ejemplo, aparecían en mitologías y leyendas anteriores, como las manzanas doradas del jardín de las Hespérides en la mitología griega, o la manzana de la discordia, que desató la Guerra de Troya. La rica tradición mitológica y simbólica en torno a la manzana pudo haber facilitado su identificación con el fruto prohibido en la mente de los artistas y teólogos europeos.
Durante el Renacimiento, esta imagen de la manzana como el fruto del pecado original se consolidó aún más en la cultura popular. Pintores y escultores comenzaron a representar la caída del hombre con una claridad visual, en la que la manzana se convertía en el símbolo central del pecado, la tentación y la caída de la humanidad. Obras de arte de grandes maestros como Miguel Ángel o Durero reforzaron esta conexión, haciendo que la manzana se convirtiera en un ícono del pecado original, visible en iglesias, catedrales y manuscritos de la época.
Es fascinante observar cómo esta representación visual de la manzana como el fruto prohibido persistió y se transmitió a través de los siglos, llegando a formar parte del imaginario colectivo cristiano, incluso cuando el texto bíblico nunca la mencionó de manera explícita. Esta evolución demuestra cómo la tradición y el arte pueden dar forma a la teología popular, influyendo en la comprensión de las Escrituras de maneras inesperadas.
En la actualidad, la imagen de Eva mordiendo la manzana sigue siendo un símbolo poderoso en la cultura y la religión. Aunque muchos eruditos y teólogos modernos reconocen que la Biblia no especifica el tipo de fruto, la manzana ha quedado profundamente grabada en nuestra imaginación como el emblema del pecado original y la tentación. Esta evolución del mito del fruto prohibido, desde la simple mención de un «fruto» en el Génesis hasta la manzana que vemos hoy en las representaciones artísticas y literarias, es un ejemplo claro de cómo la cultura, la lengua y el arte pueden transformar nuestra comprensión de los textos sagrados.
La manzana, en su dualidad lingüística y simbólica, ha quedado así vinculada con la idea del mal y la caída humana, un fruto cuyo impacto ha trascendido los confines del relato bíblico para convertirse en una metáfora universal de la tentación y sus consecuencias.