Dice el teólogo Alfonso de Castro (1495-1558): «Julianillo Hernández fue uno de los protestantes más notables de España, así por los servicios que hizo a la causa como por la agudeza de su ingenio, por su mucha erudición en las sagradas letras y por su valerosa muerte».
Nació en Villaverde y en su niñez fue con sus padres a Alemania donde aprendió el oficio de impresor. La imprenta le familiarizó con la literatura evangélica y no tardó en ser uno de los que abrazaron la fe de que hablaban los folletos que imprimía. Regresó a España y se idéntico con los evangélicos de Sevilla y después de algún tiempo se trasladó a Ginebra para colaborar con Juan Pérez, quien lo tenía en muy alta estima.
Debido a la pequeñez de su cuerpo le llamaban Julianillo, o el chico, y los reformadores franceses y suizos, entre quienes era apreciado, «Le Petit». Juan Valdés, Juan Pérez y otros fugitivos habían producido abundante literatura evangélica en lengua española; pero ¿quién la introduciría en España? Fue Julianillo el que resolvió el problema. Valiéndose de su gran astucia consiguió burlar durante mucho tiempo la vigilancia aduanera e inquisitorial, introduciendo ocultamente dentro de toneles su preciosa mercadería. Viajaba en calidad de arriero, y en el trayecto, con suma prudencia, iba sembrando la palabra escrita hasta llegar a Sevilla, para dejar el resto de su carga en el convento de San Isidro del Campo.
Pero no faltó un Judas: un herrero a quien, en su celo evangelístico, anunció la Buena Nueva, la denunció a la Inquisición. Fue arrojado a los calabozos del castillo de Triana donde sufrió un cautiverio de tres años. Pero no hubo sufrimiento que lograra conmoverle ni arrancarle el gozo de su corazón. Cuando salía de la sala del tormento y era conducido al calabozo, sus hermanos en Cristo desde sus encierros, le oían cantar una copla, por él mismo inventada, declarando su triunfo espiritual sobre sus perseguidores. Fue condenado a morir en la hoguera por «hereje», apóstata contumaz y dogmatizante. Cuando apareció ante el tribunal de Triana, en la mañana del auto de fe[1] dijo a sus compañeros de prisión:
«¡Valor, camaradas! Esta es la hora en que debemos mostrarnos valientes soldados de Jesucristo. Demos un fiel testimonio de su fe ante los hombres, y dentro de pocas horas recibiremos el testimonio de su aprobación ante los ángeles y triunfaremos en el cielo».
Fue reducido a silencio por una mordaza que le pusieron, pero continuó alentando a sus compañeros por medio de gestos, en el camino a la hoguera y durante el espectáculo.
Al llegar a la pira se arrodilló y besó la piedra sobre la cual estaba erigida. Luego, levantándose, introdujo su cabeza descubierta, entre los haces de leña en señal de bienvenida a una muerte tan temible. Ya atado al poste adoptó una actitud de oración, que el doctor Fernando Rodríguez, uno de los sacerdotes asistentes, interpretó como señal de sumisión, por lo cual consiguió que el juez le hiciera quitar la mordaza; pero Julián, en lugar de abjurar, empezó a predicar el Evangelio a sus verdugos, acusando a Rodríguez, con quien en otra época había estado relacionado, de esconder sus verdaderos sentimientos por temor a los hombres.
Irritado el sacerdote por el compromiso en que podía envolverle la declaración del mártir exclamó: «¿La paz de España, conquistadora y señora de naciones, ha de ser perturbada por un enano? ¡Verdugo!, ¡cumple tu misión!»
Inmediatamente fue encendida la hoguera; y los guardias, conmovidos por la firmeza del mártir, terminaron sus sufrimientos hundiendo sus lanzas en su cuerpo.
Su ejemplo ha sido una inspiración para los modernos colportores de las Sociedades Bíblicas que, desde el año 1889 hasta el 1936, fueron sembrando por España la Palabra de Dios.
[1] Los autos de fe eran ceremonias en las que se producía la lectura pública y solemne de las sentencias dispuestas por el Tribunal de la Inquisición. Los puntos centrales del auto de fe eran la procesión, la misa, la lectura de las sentencias y la reconciliación de los pecadores.